Comentario
CAPÍTULO XIII
Envían un caudillo español al curaca Anilco por socorro para acabar los bergantines
Por las semejantes inundaciones que este Río Grande y otros que en la historia se han nombrado hacen con sus crecientes, procuran los indios poblar en alto donde hay cerros y, donde no los hay, los hacen a mano, principalmente para las casas de los señores, así por la grandeza de ellos como porque no se aneguen. Y las casas particulares las hacen tres y cuatro estados altas del suelo, armadas sobre gruesas vigas que sirven de pilares, y de unas a otras atraviesan otras vigas y hacen suelo, y encima de este suelo de madera levantan el techo con sus corredores por todas cuatro partes, donde echan la comida y las demás alhajas, y en ella se socorren de las crecientes grandes. Las cuales no eran cada año sino según que en las regiones y nacimientos de los ríos hubiese nevado el invierno antes y lloviese el verano siguiente, y así fue la creciente de aquel año mil y quinientos y cuarenta y tres grandísima por las muchas nieves que vimos haber caído el invierno pasado, si ya no fuese lo que dijo la vieja que creciese de catorce en catorce años, lo cual se podrá experimentar si la tierra se conquista, como yo lo espero.
Durante la creciente del río fue necesario enviar una escuadra de veinte soldados que fuesen en cuatro canoas atadas de dos en dos, porque, yendo sencillas, no se trastornasen los árboles que debajo del agua topasen. Los soldados habían de ir al pueblo de Anilco, que estaba veinte leguas de Aminoya, a pedir mantas viejas de que hacer estopa para calafatear los bergantines y sogas para jarcias y resina de árboles para brea, que, aunque de todas estas cosas tenían hecha provisión, les faltó para acabar la obra.
Por caudillo de los veinte soldados eligieron a Gonzalo Silvestre, que fuese con ellos, así porque era muy buen soldado y capitán como porque pocos días antes había hecho un gran servicio y regalo al curaca Anilco. Y fue que en la jornada que el año antes, como atrás dejamos dicho, el gobernador Hernando de Soto hizo al pueblo de Anilco, donde los guachoyas hicieron aquellas crueldades y quemaron el pueblo, Gonzalo Silvestre había preso un muchacho de doce o trece años que acertó a ser hijo del mismo cacique Anilco, el cual había traído consigo en todo el camino pasado que los españoles anduvieron hasta la tierra que llamamos de los Vaqueros y lo había vuelto a la provincia de Aminoya, donde entonces estaban, y este muchacho solo le había quedado y escapado de la enfermedad pasada de cinco indios de servicio que en aquella jornada había llevado consigo, y, cuando los españoles se volvieron al Río Grande, el curaca Anilco había hecho pesquisa de su hijo y, sabiendo que era vivo, como él fuese amigo de los españoles, lo había pedido, y Gonzalo Silvestre, por los muchos beneficios que el cacique les hacía, se lo había dado de muy buena voluntad, aunque el muchacho, como muchacho, al entregársele a los suyos, había rehusado ir con ellos porque estaba ya hecho con los españoles. Por este servicio que Gonzalo Silvestre había hecho al curaca Anilco lo eligió el gobernador por parecerle que, teniéndole obligado con la restitución del hijo, alcanzaría más gracia con él que otro alguno de su ejército.
El Silvestre fue con los veinte de su cuadrilla y para guías y remeros llevó indios de los mismos de Anilco. Llegando al pueblo halló que estaba hecho isla y que la creciente del río pasaba otras cinco o seis leguas adelante, de manera que por aquella parte había salido el río de su madre veinte y cinco leguas.
Luego que el cacique Anilco supo que había castellanos en su pueblo y quién era el caudillo y lo que venían a pedir, mandó llamar a su capitán general Anilco y le dijo: "Capitán, mostraréis el ánimo y voluntad que al servicio de los españoles tenemos con mandar que los regalen y festejen más que a mi propia persona y con darles recaudo que para sus bergantines piden tan cumplidamente como si fuera para nosotros mismos, por el amor que a todos les tenemos y por la particular obligación en que este capitán nos ha puesto con la restitución de mi hijo. Y mirad que fío esto de vuestra persona más que de la mía porque sé que a todo daréis mejor recaudo que yo, como hacéis siempre lo que se os encomienda."
Dada esta orden, mandó llamar a Gonzalo Silvestre y que no fuese ninguno de los suyos con él, porque dijo que de no haberlos recibido con amistad la vez primera que a su tierra habían llegado estaba tan corrido y avergonzado que toda su vida sentiría pena y dolor de aquella mengua y afrenta que a sí propio se había hecho y que por este delito no osaba parecer delante de los españoles.
A Gonzalo Silvestre salió a recibir fuera de su casa, y lo abrazó con mucho amor, y lo llevó hasta su aposento, y no quiso que saliese de él todo el tiempo que los castellanos estuvieron en su pueblo. Gustaba mucho de hablar con él y saber las cosas que a los españoles habían sucedido en aquel reino, y cuáles provincias y cuántas habían atravesado, y qué batallas habían tenido y otras muchas particularidades que habían pasado en aquel descubrimiento. Con estas cosas se entretuvieron los días que allí estuvo Gonzalo Silvestre, y les servía de intérprete el hijo del cacique que le había restituido.
Entre estas pláticas y otras que siempre tenían, dijo el cacique un día de los últimos que Gonzalo Silvestre estuvo con él: "Basta, capitán, que Guachoya, no habiendo él ni cosa suya tenido jamás ánimo ni osadía de poner los pies en todo el término de mi estado y señorío, se atrevió, con el favor de los castellanos, a venir a mi pueblo y entrar en mi propia casa y saquearla con mucha desvergüenza y ningún respeto del que debía tenerme e hizo otras insolencias y crueldades con los niños y viejos en venganza nunca esperada de sus injurias y, no contento con lo que hizo en los vivos, pasó a injuriar los muertos con sacar los cuerpos de mis padres y abuelos de sus sepulcros y echarlos por tierra y arrastrar, hollar y acocear los huesos que yo tanto estimo, y, últimamente, se atrevió a poner fuego a mi pueblo y casa contra la voluntad del gobernador y de todos sus españoles, que bien informado estoy de todo lo que entonces hubo, a lo cual no tengo más que decir sino que vosotros os iréis de esta tierra y nosotros nos quedaremos en ella, y quizá algún día me desquitaré del juego perdido."
Las mismas palabras son que el cacique dijo a Gonzalo Silvestre, y las habló con todo el sentimiento de afrenta y enojo que se puede encarecer. Por lo cual se entendió que este curaca hubiese hecho e hiciese tanta amistad a los castellanos, lo uno, porque no se inclinasen a favorecer a Guachoya contra él, y lo otro, porque para vengar su afrenta desease que los españoles se fuesen presto de aquella tierra y por esto les hubiese dado y diese con tanta liberalidad los recaudos que para los bergantines le pedían, y así, ahora últimamente, para lo que le pidieron, hizo todo el esfuerzo y diligencia posible y con brevedad les dio recaudo de las mantas, sogas y resina que les pedían en más cantidad que había sido la demanda ni la esperanza de ella, porque los españoles habían ido temerosos, que, por falta de lo que pedían, no había de poder el cacique darles recaudo. El cual, juntamente con las municiones, les dio veinte canoas e indios de guerra y de servicio y un capitán que les sirviese y llevase a recaudo. Y a la despedida abrazó a Gonzalo Silvestre y le dijo que le disculpase con el gobernador de no haber ido personalmente a besarle las manos, y que, en lo que tocaba a la liga de Quigualtanqui y sus confederados, le avisaría con tiempo de lo que contra los castellanos maquinasen. Con este recaudo volvió Gonzalo Silvestre al gobernador y le dio cuenta de lo que en aquel viaje le había sucedido.